Comentario
En que se cuenta la venida del doctor don Lope de Armendáriz, tercero presidente de este Reino. Lo sucedido en su tiempo. La venida del visitador Juan Bautista de Monzón. Cuéntase la muerte de don Juan Rodríguez de los Puertos, y otros casos sucedidos durante el dicho gobierno
En el poco tiempo que gobernó el licenciado Francisco Briceño, segundo presidente de esta Real Audiencia, vinieron a ella por oidores: el licenciado Francisco de Anuncibay, el licenciado Antonio de Cetina y el doctor Andrés Cortés de Mesa; era fiscal el licenciado Alonso de la Torre.
El tercer presidente que vino a esta Real Audiencia y gobierno fue el doctor don Lope de Armendáriz, que lo acababa de ser de la Audiencia de Quito, y de ella vino a esta de Santa Fe el año de 1577, y en el siguiente de 1579 vino el licenciado Juan Bautista Monzón por visitador; y durante el gobierno del dicho presidente vinieron por oidores el licenciado Cristóbal de Azcoeta, que murió breve, de un suceso que adelante se dirá; y también vinieron el licenciado Juan Rodríguez de Mora y el licenciado Pedro Zorrilla, y por fiscal el licenciado Alonso de Orozco; todos los cuales concurrieron en este gobierno con el dicho presidente don Lope de Armendáriz.
El señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas, que, como dije, vino a este arzobispado el año de 1573, trajo consigo la insigne reliquia de la cabeza de santa Isabel, reina de Hungría, que se la dio en Madrid la reina doña Ana de Austria, última mujer y esposa del prudente monarca Philipo II, y segundo Salomón, nuestro rey y señor natural. Hízola colocar en esta santa iglesia, metida en una caja de plata, y votarla por patrona de esta ciudad. Por su mandado se reza de ella oficio de primera clase, con octava, y se celebra y guarda su fiesta con la solemnidad posible, a 19 de noviembre. Mandó guardar y cumplir las sinodales de su antecesor, excusándose de hacer otras por estar muy santas. Para los curas hizo un catecismo con advertencias muy útiles en la administración de los santos sacramentos. Fundó colegio seminario, con título de San Luis, en el cual se sustentaban diez y ocho colegiales con sus hopas pardas y becas azules, a cargo de su rector, que era un clérigo viejo y virtuoso, el cual enseñaba canto llano y canto de órgano; y un preceptor les enseñaba latín y retórica, y todo se pagaba de la renta del seminario, del cual salieron y se ordenaron clérigos hábiles y virtuosos. En este colegio se empezó a enseñar la lengua de estos naturales, la que llaman la general, porque la entienden todos; los colegiales la aprendían y muchos clérigos compelidos del prelado. Enseñábala el padre Bermúdez, clérigo, gran lenguaraz, con título de catedrático de la lengua; y el salario se pagaba y paga hasta hoy de la hacienda del rey, por cédula real suya.
Despachó convocatorias a los obispos sufragáneos para celebrar concilio provincial, en cuyo cumplimiento vinieron los dos de la costa, don fray Sebastián de Oquendo, de Santa Marta, y don fray Juan de Montalvo, de Cartagena; éste del orden de Santo Domingo y el otro, franciscano. Entraron juntos en esta ciudad a 20 de agosto de 1583 años, y con ellos el señor arzobispo desde Marequita, donde se halló al tiempo que desembarcaron en el puerto de Honda. Salió a recibirlos la Real Audiencia, con grande acompañamiento, más de media legua de esta ciudad; y desde Fontibón y desde Bojacá le traían mucho mayor, así de españoles como de naturales.
El obispo de Popayán, don Agustín de la Coruña, llamado el Santo por su gran santidad, no pudo venir, a causa de que por mandato de la Real Audiencia de Quito fue llevado a ella preso; y porque el concilio no se celebró por esta falta y por otras causas, diré con brevedad algo de esta prisión. A pedimento de Sancho García del Espinar, gobernador de Popayán, enemigo del obispo, despachó la Audiencia de Quito por juez, al alguacil mayor de ella, Juan de Galarza, contra el obispo. Vinieron con él un escribano llamado Antonio Desusa, dos alguaciles y seis soldados, todos con salario que importaba treinta y seis pesos de oro de veinte quilates, cada día; y se pagó con dinero del dicho obispo, que lo sacó de su cofre el gobernador, saqueándole la casa la noche de Navidad, al tiempo que el dicho obispo celebraba los oficios divinos de aquella gran festividad. Llegaron con esta comisión a la ciudad de Popayán, al principio de la cuaresma del año de 1582; hicieron las notificaciones al señor obispo de nueve en nueve días, mientras duraban los de su comisión, diciéndole que la Real Audiencia mandaba que personalmente pareciese en ella dentro de aquellos días de su comisión, a lo cual respondió que estaba presto a lo cumplir pasada la cuaresma, y no antes, porque él solo y sin ayuda ninguna, que no la tenía, hacía a su pueblo sus sermones cada semana, y por ser cuaresma le convenía no dejar sus ovejas.
Por esta respuesta determinaron prenderle el sábado antes de la domínica in passione, de 1582 años; y sabido por el obispo, no salió de la iglesia aquel día, que todos los del año asistía en ella con prebendados. Comió en la sacristía con su previsor, el arcediano don Juan Jiménez de Rojas, y dadas las gracias, esperó al juez y su compañía, poniéndose mitra y báculo y una estola sobre el roquete, y el sitial arrimado al altar mayor, con intento de amedrentarlos de esta manera y excusar su prisión. Pero no bastó esto, que allí le echó mano de un brazo el mesmo juez, y luego le alzaron en brazos los dos alguaciles y los demás, y bajaron las gradas hasta llegar a la puerta de la iglesia, en que estaba puesta una litera pequeña portátil, y metido en ella la alzaron y llevaron en sus hombros hasta fuera de la ciudad. No se halló en esta prisión ninguna persona grave, que por ser caso tan horrendo y feo se ocultaron. Sólo se halló presente el capitán Gonzalo Delgadillo, viejo de ochenta años, que por ser alcalde ordinario le llevó consigo el juez. De gente plebeya se hinchó la iglesia, y de sus voces y llanto.
Clérigos hubo que quisieron defender a su prelado, el cual no lo consintió, y mandó con censuras se estuvieren quedos. Causó en todas aquellas ciudades tanta admiración y escándalo esta prisión, que en la de Quito trujo corridos el vulgo al juez y sus compañeros, llamándolos excomulgados; y más los estimulaba su conciencia, pues volvieron todos ellos al señor obispo los salarios que de su hacienda habían llevado, y le pidieron perdón y absolución con misericordia; y Dios Nuestro Señor los castigó con muertes desastradas que tuvieron; y lo que conocieron a los oidores que dieron y libraron la provisión real para hacer esta prisión, que fueron el licenciado Francisco de Anuncibay, que de esta Real Audiencia había ido a aquélla, y el licenciado Ortegón, y el licenciado Cañavera, noten las caídas que tuvieron después de esto, y la del gobernador que les pidió caso tan feo, que aun los indios sin fe que llevaron la litera para poner en ella al santo obispo, cuando lo vieron meter en ella con tanta ignominia, no esperaron a llevarlo, ni otros que huídos aquéllos trajeron; y al cabo lo cargaron los propios satélites, que así los llamaba el santo obispo a los que le prendieron, que todos tuvieron desgraciados fines.
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Y con esto vuelvo al señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas.
De los dos prelados de la costa, se volvió luego el de Santa Marta a su obispado, y el de Cartagena pasó de esta ciudad a la de Tunja, y en ella tuvo la cuaresma del año de 1584, de donde volvió a esta ciudad y de ella a su obispado de Cartagena, a donde vivió poco más de dos años. Sucedióle don fray Antonio de Ervias, y a éste don fray Juan de Andrada, del orden de Santo Domingo, y luego otros.
Fundó el dicho arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas las dos parroquias de Nuestra Señora de las Nieves y Santa Bárbara de esta ciudad, por auto que pronunció a 23 de marzo de 1585 años, ante Pedro Núñez de Águila, escribano real y notario de Su Señoría. Los feligresados que les dio sacó de los que tuvo esta Catedral, que hasta entonces fue sola, en la cual sirvieron y sirven dos curas rectores de la prisión del santo obispo de Popayán, es uno de ellos, que sirve el dicho curato desde el año de 1585, y tiene el dicho cura los ochenta de edad, uno más o menos, y si ve esto me la ha de pegar.
Calificó el dicho señor arzobispo los milagros que hizo la santa imagen de Nuestra Señora de Chiquinquirá, que comenzaron a manifestarse el segundo día de Navidad del año de 1586; y en el siguiente de 1587 hizo viaje en persona, llevando consigo para este efecto al licenciado don Lope Clavijo, arcediano de esta Catedral y comisario del Santo Oficio, letrado, teólogo, y a don Miguel de Espejo, tesorero de ella y gran canonista. Halló a esta santa imagen en su iglesia, que no llegaba a tener treinta pies de largo, cubierta de paja, armada sobre bajaraques de barro, con altar de carrizo, porque los feligreses indios de aquel pueblo de Chiquinquirá eran tan pocos, que todos cabían en esta pequeña iglesia, la cual está muy mejorada de edificio y tamaño, cual se ve el día de hoy. El licenciado Gabriel de Rivera Castellanos, que ha sido cura muchos años en esta santa iglesia, ha escrito un libro en que cuenta los milagros que ha podido saber y averiguar de esta santa imagen; a él remito al lector. Esta santa reliquia se trajo a esta ciudad, con licencia del señor arzobispo don Bernardino de Almansa, el año de 1633, por la grande peste que había, en que murió mucha gente. Colocóse en la santa iglesia Catedral con gran veneración, y con su venida sosegó la peste y mal contagioso. Sobre volverla a su casa hubo pleito, porque la quería tener esta ciudad; pero al fin la volvieron a su iglesia, que hoy sirve el orden de Santo Domingo con mucho cuidado.
El año de 1587 hubo en esta ciudad una grande enfermedad de viruelas, en que murió casi el tercio de los naturales, y muchos españoles; y el señor arzobispo don fray Luis Zapata de Cárdenas gastó con los pobres más de dos mil pesos, en espacio de tres meses que duró, hasta empeñar su vajilla de plata; y sus parientes le empobrecieron, de manera que no tuvo qué dejar a esta santa iglesia. Sólo dejó una capellanía, que sirven los prebendados, de tres misas en cada un año; y porque gobernó diez y siete años esta silla arzobispal, y los tiempos de la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y venidas de los visitadores Juan Bautista de Monzón y Juan Prieto de Orellana fueron de grandes revueltas, tengo necesidad de Su Señoría Ilustrísima para que remedie y componga alguna de ellas. Pondré su muerte en su lugar, con lo demás que hubiere de decir.
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Ya queda dicho cómo siendo presidente de la Real Audiencia de este Reino el doctor don Lope de Armendáriz, concurrieron con él seis oidores y un fiscal que fueron: el licenciado Francisco de Anuncibay y el licenciado Antonio de Cetina, el doctor Andrés Cortés de Mesa, el licenciado Juan Rodríguez de mora y el licenciado Pedro Zorrilla; y por fiscal, el licenciado Orozco, porque el fiscal Alonso de la Torre se había ido a España a pretender.
Pues sucedió que el año de 1578, una mañana de él amanecieron puestos en las esquinas y puertas de las casas reales, y en las esquinas de la calle real y otros lugares públicos, libelos infamatorios contra todos los señores de la Real Audiencia, y hablábase en ellos muy pesadamente. Mandaron quitar los papeles, e hiciéronse grandes diligencias y prendieron a algunas personas sospechosas, y con ellas a un mozo escribiente que acudía a aquellos oficios, porque dijeron que la letra de los libelos se parecía a la suya. Condenáronle a tormento, y cometióse el dárselo al doctor Andrés Cortés de Mesa, que yendo al efecto y habiendo hecho al mozo los requerimientos del derecho, el mozo te emplazó diciéndole que "si en el tormento moría, o en otra parte por aquella razón, le emplazaba para que dentro del tercero día pareciese con él ante Dios, a donde se ajustaría la verdad". Respondióle el oidor: "¿Emplazaisme? Pues por vida del rey, que os ha de dar otro el tormento y que no os lo he de dar yo"; y con esto se salió de la sala y se fue a la del Acuerdo, a donde dijo que no se hallaba en disposición de dar aquel tormento, que se cometiese a otro.
El Real Acuerdo lo cometió al licenciado Antonio de Cetina, el cual fue a ello; hizo los requerimientos y el mozo su emplazamiento. Sin embargo, le pusieron en el potro, y a la segunda vuelta lo mandó el oidor quitar del tormento, porque conoció en él que no era el autor de los libelos. Volvióse a la sala del Acuerdo y dijo que aquel sujeto no era capaz de lo que contenían aquellos papeles, ni podía ser sabedor de lo que en ellos se decía. Con esto no se hizo más diligencia con este mozo.
Diego de Vergara (el tuerto), procurador que había sido de la Real Audiencia, y en esta sazón estaba suspenso, y un fulano Muñoz, estos dos enviaron a España informes para que se enviase visitador, por haberles quitado los oficios. Pues este Vergara hacía muchos años que estaba agraviado de un Juan Rodríguez de los Puertos, el cual le había desflorado una hija natural que tenía. Estaba en esta sazón en esta ciudad el Juan Rodríguez, que era vecino de Tunja. Dijo el Vergara a los que andaban haciendo diligencias de los libelos, que aquella letra se parecía mucho a la de Juan Rodríguez de los Puertos; pasó la palabra a la Real Audiencia y mandáronle prender, y a la gente de su casa, entre los cuales prendieron a un hijo natural del dicho Juan Rodríguez, el cual se halló presente el día que se quitaron los libelos y violos quitar. Con este mozo se hizo primero la diligencia, y en el tormento confesó que su padre había hecho aquellos papeles y que se los había dado a él para que los pusiese en las casas reales y en tales y tales partes, señalando aquellas de donde había visto quitar los papeles, con la cual declaración condenaron a tormento al Juan Rodríguez de los Puertos.
Mandáronle notificar la sentencia y que se le leyese la declaración de su hijo, lo cual cumplió. Habiéndole leído la dicha declaración, dijo: "Ese traidor miente, porque yo no hice tal ni tal mandé; pero yo estoy muy viejo e impedido, no estoy para recibir tormentos; más quiero morir que verme en ellos; aunque ése ha mentido en todo lo que ha dicho, arrímome a su declaración". Con lo cual le condenaron a muerte, y al hijo en doscientos azotes, aunque el oidor Andrés Cortés de Mesa no firmó esta sentencia; antes llegado el día del suplicio le envió a decir que mientras viese la ventana del Acuerdo abierta no temiese.
Habiendo, pues, paseadolas calles acostumbradas, y estando ya en la plaza junto a la escalera, vio la ventana del Acuerdo abierta y díjole a su confesor lo que pasaba, el cual te respondió que no confiase en favores humanos, sino que se encomendase muy de veras a Dios, y que hiciese lo que le había dicho. Con esto subió por la escalera, y estando en ella dijo en alta voz, que lo oían todos:
--"Por el paso en que estoy, señores, que esta muerte no la debo por los libelos que me han imputado, porque yo no los hice ni los puse; por otros que puse en la ciudad de Tunja ha permitido Dios que venga a este paradero".
Habiendo dicho esto y el credo, le quitaron la escalera, y al hijo le dieron la pena en que fue condenado. En su lugar diré quién puso estos libelos; y están luchando conmigo la razón y la verdad. La razón me dice que no me meta en vidas ajenas; la verdad me dice que diga la verdad. Ambas dicen muy bien, pero valga la verdad; y pues los casos pasaron en audiencias públicas y en cadalsos públicos, la misma razón me da licencia que lo diga, que peor es que lo hayan hecho ellos que lo escriba yo; y si es verdad que pintores y poetas tienen igual potestad, con ellos se han de entender los cronistas, qunque es diferente, porque aquéllos pueden fingir, pero a éstos córreles obligación de decir la verdad, so pena del daño de la conciencia.
Apele pintó a Campaspe, la amiga del magno Alejandro, y estándola pintando, como dicen sus historiadores, se enamoro de ella, y aquel príncipe se la dio por mujer. Ya éste llevó algún provecho, sin otros que llevaría de sus pinturas verdaderas y fingidas, como hacen otros pintores. Virgilio, príncipe de los poetas latinos, por adular al César romano y decirle que descendía de Eneas el Troyano, compuso las Eneidas; y dicen de él graves autores (y con ellos, a lo que entiendo, San Agustín) que si Virgilio como fue gentil fuera cristiano, se condenara por el testimonio que levantó a la fenicia Dido, porque de Eneas el Troyano a Dido pasaron más de cuatrocientos años. ¡Miren qué bien se juntarían! Este fingió, y los demás poetas hacen lo mismo, como se ve por sus escritos; pero los cronistas están obligados a la verdad. No se ha de entender aquí los que escriben libros de caballerías, sacadineros, sino historias auténticas y verdaderas, pues no perdonan a papas, emperadores y reyes, y a los demás potentados del mundo; tienen por guía la verdad, llevándola siempre. No me culpe nadie si la dijere yo, para cuya prueba desde luego me remito a los autos, para que no me obliguen a otra; y con esto volvamos a la Real Audiencia.
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Este año de 1578, Diego de Vergara, el procurador, y el Muñoz, su compañero, pasaron a España a solicitar la venida del visitador, y murieron allá; y pluguiera a Dios murieran antes, y hubieran ahorrado a este Reino hartos enfados y disgustos y muy gran suma de dineros.
Este propio año de 1578, el licenciado Cristóbal de Azcoeta, oidor de la Real Audiencia, una noche se acostó bueno y sano en su cama y amaneció muerto. Vivía en las casas que son agora convento de monjas de Santa Clara. Estaban cerradas las cortinas de la cama; hacíase hora de Audiencia; los criados no le osaban llamar, pensando que dormía. Esperábanle aquellos señores, y como tardaba enviaron a saber si había de ir a la Audiencia. Llamóle un criado suyo por tres veces y no le respondió; alzó la cortina y hallóle muerto. El que había venido a llamarle volvió a la Audiencia y dijo lo que pasaba. Vinieron luego el presidente y los demás oidores; tentáronle el cuerpo y halláronle muy caliente, aunque sin pulsos. Díjole el presidente al doctor Juan Rodríguez que mirase si era paroxismo. Respondióle que no, que estaba muerto. Díjole: "Mire que está muy caliente". Dijo el Juan Rodríguez. "Pues para que crea vueseñoría que está muerto"; con una navaja le dio una cuchillada en la yema del dedo pulgar de un pie, y no salió una gota de sangre. Alzaron las cortinas de la cama, y a la cabecera de ella hallaron una moza arrebozada. Lleváronla a la cárcel; averiguaron la verdad. Al oidor enterraron y a la madre de ésta dieron doscientos azotes, y por entonces las desterraron de la ciudad.
Cuando el doctor Andrés Cortés de Mesa vino de España por oidor de esta Real Audiencia, en la ciudad de Cartagena casó con doña Ana de Heredia, doncella hermosa, honrada y principal. Esta señora tenía una hermana natural, que se habían criado juntas, la cual visto el casamiento y que su hermana se venía a este Reino, hicieron gran sentimiento, para cuyo remedio y que viniesen juntas se trató que casase con Juan de los Ríos, criado del dicho doctor Mesa, prometiéndole que llegado a esta ciudad lo acomodaría en comisiones y otros aprovechamientos, con que se pudiese sustentar; lo cual efectuado subieron a este Reino. Vivían todos juntos en una casa, y siempre el Juan de los Ríos traía a la memoria del doctor lo que le había prometido; ora porque no hubiese comisiones, o por no poder, nunca hubo en qué aprovechallo ni ocupallo, de donde nacieron las quejas del Juan de los Ríos y el enfado del oidor; con lo cual el Juan de los Ríos se salió de su casa llevando consigo a su mujer. Este fue el principio del fuego en que entrambos se abrasaron.
El Juan de los Ríos le hizo al doctor una causa bien fea, que de ella no trato aquí; remítome a los autos. De ellos resultó suspender al oidor y tenelle preso muchos días en las casas del Cabildo de esta ciudad, hasta que vino el licenciado Juan Bautista de Monzón, visitador de la Real Audiencia, el cual entró en esta ciudad el año de 1579, y le sacó de la dicha prisión, dándole su casa por cárcel, hasta que sucedió lo que adelante diré.
Gobernado el dicho presidente, sucedió que del aviso que el contador Retes, que había ido a Castilla, dio a Su Majestad acerca de la moneda con que estos naturales contrataban y trataban, que eran unos tejuelos de oro por marcar, de todas leyes, mandó el Rey, nuestro señor, que esta moneda se marcase y se le pagasen los quintos reales. Hízose así; abriéronse cuatro cuños de una marca pequeña para más breve despacho, por ser mucha la moneda que había de estos tejuelos, y particularmente la que estaba en poder de mercaderes y tratantes. Dio Su Majestad un término breve para que todas estas personas y las demás que tenían de esta moneda la marcasen sin derechos algunos; y pasado, dende adelante se le pagasen sus reales quintos. De esta manera se marcó toda la moneda de tejuelos de veinte quilates como el de quince, porque sólo se atendía a la marca. Esto no impidió a los indios hacer su moneda, ni tratar con ella; sólo se mandó que por un peso de oro marcado se diese peso y medio de oro por marcar; y con esto había mucha moneda en la tierra, porque los indios continuamente la fundían.
Pues corriendo este oro, como tengo dicho, un tratante de la calle real, llamado Juan Díaz, tuvo orden de haber una marca de éstas, comprándola a un negro de Gaspar Núñez, que era el ensayador; y el negro y un muchacho de Hernando Arias, que acudían a marcar los tejuelos de oro que se llevaban a la real caja de quintar, éstos le vendieron el cuño a Juan Díaz, y con él no dejó candelero, bacinica ni almirez en la calle real que no fundiese y marcase, haciéndolo en tejuelos, con que en breve tiempo derramó por esta ciudad y su jurisdicción más de cuatro o cinco mil pesos.
Sucedió, pues, que Bartolomé Arias, hijo del dicho Hernando Arias y hermano del señor arzobispo don Fernando Arias Duarte, canónigo que fue de esta santa iglesia, que en aquella sazón era niño y servía de paje al deán don Francisco Adame, jugando con los otros pajes, les ganó unos pocos de estos tejuelos de Juan Díaz, y llevólos a Maripérez, su tía, que se los guardase. Ella los puso sobre la cajeta de costura donde estaba labrando. Ido el niño, y al cabo de rato entró Gaspar Núñez, el ensayador. Pusiéronle asiento junto a la cajeta; vido el oro y preguntó:
--"¿Qué oro es este?".
Respondió la Maripérez:
--"Bartolomé, el niño, me lo trajo para que se lo guardase, que lo había ganado a los pajes del deán".
--"Pues no me parece bueno. Tráiganme una bacinica y un poquito de cardenillo, que quiero hacer un ensaye con este oro".
Trajéronle el recaudo; hizo el ensaye y no se halló ley alguna. Tomó los tejuelos y llevóselos al presidente don Lope de Armendáriz, y díjole:
--"Mande usía hacer diligencia de dónde sale esta moneda, porque es falsa y no tiene ley".
El presidente mandó llamar al alcalde ordinario, Diego Hidalgo de Montemayor, y encargóle que muy apretadamente hiciese aquella diligencia; el cual al día siguiente, con su compañero el otro alcalde, que lo era Luis Cardoso, escribano y alguaciles tomaron la mañana, fuéronse a la calle real y aguardaron que se abriesen todas las tiendas; y luego las fueron abriendo de una en una. En unos pesos y cajones hallaban seis, cuatro pesos, o diez; iban recogiendo todo este oro.
Llegaron a la tienda de Juan Díaz, y en el cajón del peso le hallaron más de cincuenta pesos, y en una caja que tenía debajo del mostrador más de quinientos pesos; en la trastienda le hallaron muchos pedazos de candeleros y bacinicas, y una forja de aliño de fundir. Prendiéronle y secuestráronle los bienes; tomáronle la confesión; declaró todo lo que pasaba, y que al pie de un palo de la tienda estaba enterrada la marca con que marcaba la moneda. Sacáronla de donde dijo, substancióse la causa y condenáronlo a quemar.
Quiso su suerte que se diese la sentencia tres días antes de la Pascua de Navidad, y la víspera de ella entró doña Inés de Castrejón a ver al presidente, su padre, que la quería en extremo grado. Pidióle aguinaldo, y díjole el presidente:
--"Pedid, mi ama, lo que vos quisiereis, que yo os lo daré".
Dijo la hija:
--"¿Darame usía lo que yo pidiere?".
Respondióle:
--"Sí por cierto".
Entonces le dijo la doncella:
--"Pues lo que pido a usía es que aquel hombre que está mandado quemar no lo quemen, ni le den pena de muerte".
Todo lo concedió su padre, y porque el delito no quedase sin castigo, le dieron doscientos azotes y lo echaron a galeras.
Toda aquella mala moneda se recogió y consumió; y para reparo de lo de adelante se mandó que el oro corriente fuese de trece quilates. Abrióse un nuevo cuño y grande, y desbarataron los demás; y desde este tiempo se comenzó a aquilatar el oro, desde un quilate hasta veinticuatro; porque hasta este tiempo, aunque fuese de trece, diez y ocho y diez y nueve quilates, con la marca pequeña pasaba por corriente.
Ni tampoco el aquilatar el oro quitó a los naturales la moneda de su contratación, usando de sus tejuelos, aunque algunos aprendieron de Juan Díaz a falsearlos. He advertido esto para que, si en algún tiempo volviere esta moneda, se prevenga el daño; y porque en la presidencia del doctor don Lope de Armendáriz y su tiempo fue de revueltas y sucesos, para podellos contar son necesarios diferentes capítulos, y sea el primero el que sigue.